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Escenas postapocalipticas en Haití mientras el tejido social se destruye

 La amplia carretera que pasa por delante del aeropuerto internacional Toussaint Louverture de Haití tiene estos días una quietud postapocalíptica. Donde antes se amontonaban coches y multitudes de personas, ahora solo se elevan espirales de humo de montones de basura humeantes, que despiden un sabor amargo en el aire.

Un vehículo policial blindado se tambalea en las inmediaciones; los pocos policías de guardia se cubren el rostro con pasamontañas. Esta calle parece casi abandonada, como tras una catástrofe, una experiencia que los habitantes de Puerto Príncipe conocen mejor que la mayoría. Pero salir de la ciudad no es una opción esta vez: el aeropuerto, asediado por las pandillas, se vio obligado a cerrar.Desde principios de mes, los grupos criminales atacan con una coordinación sin precedentes los últimos vestigios del Estado haitiano: el aeropuerto, las comisarías, los edificios gubernamentales, la Penitenciaría Nacional. Se trata de la culminación de años de creciente control de las pandillas y de agitación popular, cuyo asalto conjunto obligó al primer ministro Ariel Henry a dimitir la semana pasada en un desenlace sorprendente, pero que no consiguió restaurar la paz.

Las pandillas de Puerto Príncipe continúan limitando el suministro de alimentos, combustible y agua en toda la ciudad. La que es quizá la última parte funcional del Estado, la Policía Nacional de Haití, lucha por recuperar terreno, calle a calle, por toda la ciudad. Pero la vida misma de la ciudad por la que están luchando parece desvanecerse, a medida que la intensa guerra urbana tritura los lazos humanos básicos.Image

Las pandillas están estrangulando a la capital de HaitíInformación exclusiva de inteligencia obtenida por CNN muestra las áreas de Puerto Príncipe que ahora controlan las pandillas y su peligrosa proximidad al puerto internacional, el aeropuerto, la Embajada de Estados Unidos y las principales carreteras de Haití.

El tejido social se está deshilachando y los comercios y las escuelas permanecen cerrados. Muchos residentes se aíslan, temerosos de abandonar sus hogares. Algunos han recurrido al vigilantismo. Reinan el miedo, la desconfianza y la ira. La muerte está en la mente de todos.

Refugiados en su propia ciudad

A solo cinco minutos en coche, otra comunidad intenta desesperadamente mantenerse unida en condiciones aun más difíciles: un campo de desplazados, uno de las docenas de instalaciones repartidas por la ciudad donde se congregan decenas de miles de residentes de la ciudad, tras verse obligados a abandonar sus hogares por la violencia y los incendios provocados.Marie Maurice, de 56 años, vio cómo una pandilla tomaba territorio cada vez más cerca; el 29 de febrero, cuando llegó el aviso de un ataque inminente de la pandilla, no perdió el tiempo. Dejó todas sus pertenencias y huyó con los demás casi una hora a pie hasta la escuela pública argentina Bellegarde para refugiarse, según cuenta.Casi tres semanas después, los niños vuelan cometas hechos de papel de aluminio y plástico desechado, conducen coches de juguete caseros cortados con latas de refresco vacías, con tapones de botella como ruedas y piedras como pasajeros.Los adultos también hacen alarde de normalidad, pero con una sensación de pequeñez. Por ejemplo, han elegido a un líder para que actúe de enlace con la policía local y abogue por que las organizaciones de ayuda lleven alimentos y agua, pero en realidad ha llegado poca ayuda debido a los controles de carretera en toda la ciudad.Maurice intenta mantener limpio el pequeño rincón de su familia en un espacio abarrotado, lavando el suelo con agua, que consigue comprar luego de una caminata de 20 minutos. Pero nadie en su familia tiene suficiente para comer, ni siquiera espacio para cocinar; viven al día de un bocado compartido o de un trozo de comida callejera. Incluso un caramelo de menta puede considerarse una comida, explica a CNN.

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